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miércoles, 24 de abril de 2013

Expolios en nombre del “pueblo”, que solo habla por ventrílocuos. Soberanías en fascículos


Con el país semiarruinado y envilecido por tantas decisiones indebidas que se tomaron ayer y paralizado por las necesarias que nadie se atreve a tomar hoy, no es raro que la cuestión del día sea el derecho a decidir. Y resulta obligatorio, sin duda, decidir sobre este derecho. En más de un sentido, me parece que es el tema que subyace en la argumentación de Antonio Muñoz Molina en Todo lo que era sólido (Seix Barral). Diré antes de nada que el libro me parece excelente: solo la modestia me impide elogiarlo más, puesto que hace tanto que vengo insistiendo en no pocas de sus reconvenciones y voces de alarma. Lo que no le resta originalidad a su bien trabada armazón ni habilidad narrativa para saber ilustrarla con casos significativos. Ahí se cuenta cómo los ciudadanos españoles fueron progresivamente dejando de ser lo primero cuanto más se ufanaban de dejar de ser lo segundo. La crisis de nuestro país —económica, social, política— tiene varias causas fatalmente concomitantes, internas y externas, pero la fragmentación nacionalista de la soberanía y por tanto de la responsabilidad de defender al unísono derechos y obligaciones ocupa el centro de todas ellas.
Porque eso es precisamente lo comprometido por el así reclamado “derecho a decidir”. En una democracia, el derecho a decidir es tan intrínseco a los ciudadanos como el derecho a nadar a los peces. De ello se prevalen los separatistas para vender su mercancía averiada: ¿quién va a querer renunciar a su “derecho a decidir”? Ahora bien: ¿por qué reclamar esa obviedad con el énfasis del que aspira a una conquista, como si hubiese en este país ciudadanos de cualquier latitud que carecieran de él? Sencillamente, porque lo que solicitan los separatistas no es el derecho a decidir que ya tienen, sino la anulación del derecho a decidir que tienen los demás. Lo que se exige no es el derecho a decidir de los catalanes sobre Cataluña o de los vascos sobre el País Vasco, sino que el resto de los españoles no pueda decidir como ellos sobre esa parte de su propio país. O sea, que acepten provisionalmente la mutilación de su soberanía hasta que se les imponga de forma definitiva. Por supuesto, llegado ese feliz momento, serán también vascos y catalanes los mutilados del derecho a decidir sobre la mayor parte de su estado actual junto a su pertenencia a él. Y todos tan contentos… ¿por qué ser cola de león si se puede ser cabeza de ratón?
Semejante expolio se hace en nombre del “pueblo”, entidad que siempre debe tener apellido regional para hacerse respetable, y su contagio alcanza incluso a las autonomías cuyo separatismo no ha sido sino mero oportunismo dialéctico para evitar controles del estado y alcanzar privilegios derrochadores del bien común. Quienes nunca creímos que los únicos sujetos políticos sean los individuos y las familias, como Margaret Thatcher, pero tampoco aceptamos que puedan ser sustituidos por un “pueblo” que solo habla por ventrílocuos anti-sistema o anti-país, es decir los que queremos ciudadanía dentro del estado de derecho nacional hemos perdido la partida de la educación y de la ideología mayoritaria: somos los “fascistas” de quienes no saben lo que significa esa descalificación ni cuánto se parecen ellos mismos a los que antaño la merecieron.
La crisis de nuestro país tiene varias causas, pero la fragmentación de la soberanía ocupa el centro
En su libro, Muñoz Molina omite mencionar tanto a los pocos intelectuales progresistas que se opusieron a esta deriva cuanto a los muchos que prefirieron considerar progresista ignorarla o favorecerla. Abundan los ejemplos respetables de este último tipo de ceguera, como el recientemente fallecido José Luis Sampedro, cuyas alusiones al tema vasco es piadoso olvidar en estas horas de luto. Desdichadamente, los que tanto necesitamos a lo largo de muchos años el apoyo de voces sabias de la izquierda no tuvimos la suerte de beneficiarnos de esa lucidez que por lo visto Sampedro guardó para mejores ocasiones. Aunque ni siquiera mucha lucidez hacía falta para señalar el abismo al que nos ha llevado la soberanía en fascículos: bastaba el sentido común y un poquito de aguante para soportar denuestos del radicalismo neotribal.

Que decidan ellos




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